11 noviembre, 2009

La alimentación, motor y guía del proceso de hominización

 

Por Juan Francisco Buenestado

La verticalización del tronco y la cabeza sobre las patas posteriores y un gran tamaño cerebral relativo son las principales características que definen a nuestra especie haciéndola única entre el reino animal.

El bipedismo surgió hace al menos 4,5 millones de años, y el progresivo aumento del cerebro se inició decididamente en la línea del género Homo hace 2,4 millones de años hasta llegar a Homo sapiens y su descomunal cerebro. Aparte de otros factores que han condicionado esta vía evolutiva, la alimentación pudo haber sido su punto de partida y su hilo conductor.

Los rasgos más característicos que marcaron la divergencia de una rama de los antiguos homínidos y la orientaron hacia el proceso de hominización que finalmente desembocó en nuestra especie son de sobra conocidos: la adopción del bipedismo y el aumento del tamaño cerebral. Las explicaciones sobre los motivos y circunstancias que hicieron que estas modificaciones resultaran ventajosas y prosperaran con éxito han sido muchas y variadas. La postura erguida que nos caracteriza apareció, de acuerdo con el registro fósil recopilado hasta la fecha, en el extinto género Australopithecus, concretamente en la especie Australopithecus afarensis, cuyo representante más conocido es la célebre Lucy, que vivió en África hace unos cuatro millones de años. Los científicos han justificado la selección de este rasgo planteando diferentes hipótesis. C. Owen Lovejoy, de la Universidad Estatal de Kent, considera que la liberación de los miembros anteriores ofreció la posibilidad de sostener a las crías y de recolectar y transportar alimentos, mejorando así las posibilidades de subsistencia de los grupos y su descendencia; Kevin D. Hunt, de la Universidad de Indiana, plantea que la razón determinante de su prevalencia fue la mejora en la capacidad de alcanzar alimentos a los que no se podía acceder desde una postura cuadrúpeda. Peter Wheeler, de la Universidad John Moores de Liverpool, por citar aún otro ejemplo entre los muchos posibles, sugiere que la permanencia vertical sobre las dos patas traseras supone una mejora sustancial en la regulación de la temperatura, al reducirse la superficie corporal que queda expuesta a la intensa radicación solar en el entorno donde vivieron los Australopithecus, la actual Etiopía. Una vez adoptado el bipedismo, se hizo posible el aumento del tamaño del cerebro como ha propuesto Dean Falk de la Universidad de Florida, quien sostiene que la nueva situación del cráneo en la vertical del cuerpo propició la aparición de un sistema vascular más eficiente en la refrigeración del cerebro. Sin esta mejora su crecimiento no hubiera sido posible, dado que es un órgano extremadamente sensible a la temperatura, y el calor que produce aumenta con su volumen por encima de las posibilidades de evacuarlo eficientemente, que aumenta en proporción a una superficie de intercambio.

Pero en el origen de estos dos hitos que marcan el camino evolutivo de nuestra estirpe se encuentra un asunto más prosaico, más inmediato y perentorio pero suficientemente poderoso como para haber impulsado el avance hasta hacia nuestra especie: la comida. Para William R. Leonard, antropólogo de la Universidad Northwestern, la imposición de la bipedia, si bien debió estar condicionada por las ventajas que supuso en aspectos diversos, se apoyó primordialmente en el hecho de que es un sistema de locomoción considerablemente más económico en términos energéticos que el desplazamiento a cuatro patas, y permitió en su momento a los primeros homínidos subsistir en un entorno cambiante que modelaba zonas de bosque abierto y pradera con los recursos cada vez más dispersos, en las que la búsqueda de alimentos requiere desplazamientos diarios muy superiores a los necesarios en bosques densos. En esas condiciones, en las que siguen viviendo actualmente algunas poblaciones humanas de cazadores recolectores, es muy conveniente disponer de un tipo de locomoción poco costoso por una mera cuestión de balance energético entre las calorías empleadas en conseguir la comida y las obtenidas al ingerirla.

Luego está el asunto del incremento del tamaño cerebral, iniciado, como ya se ha apuntado con la aparición del género Homo. Homo habilis tenía ya un volumen cerebral de 600 cc, que creció hasta los 900 cc de Homo erectus en sólo 300.000 años. El cerebro consume una desproporcionada cantidad de energía, 16 veces más que el tejido muscular por unidad de masa, y en Homo sapiens, por ejemplo, su mantenimiento basal requiere del 20 al 25% de la energía que ingerimos, frente al 8 o 10% que emplean otros primates no humanos o el 3 o 5% de otros mamíferos. Homo erectus, según cálculos del profesor Leonard, empleaba el 17 % de la energía de su ingesta en mantener su cerebro, por lo que piensa que su desarrollo debió de apoyarse en una previa diversificación de su dieta con alimentos más nutritivos que frutas y hojas, es decir, con la incorporación de alimentos de origen animal, que pudo estar propiciada igualmente por las exigencias de un entorno cada vez más árido y con recursos vegetales cada vez más escasos y dispersos, poblado además por mamíferos herbívoros, que fueron incorporados a la dieta de Homo, iniciándose el régimen de caza-recolecta que desde entonces ha caracterizado al género. Una vez iniciado el camino del aumento cerebral, éste no paró hasta llegar a su máxima expresión en nuestra especie.

Pero, ateniéndonos al mismo criterio de balance energético, ¿Cómo se relaciona la alimentación con el desarrollo de un órgano tan dispendioso en calorías? En principio, parece que un entorno con recursos escasos no debía ser propicio para que prosperara una estructura en la que había que invertir una buena parte de los alimentos tan caros de conseguir. Pues bien, Katharine Milton, antropóloga de la Universidad de California en Berkeley, ha documentado como en otros primates, las especies cuya dieta se basa más en fruta madura (alimento de alta calidad) que en hojas, poco nutritivas, suelen tener un cerebro considerablemente mayor que las que se alimentan de estas últimas principalmente. Es el caso de los monos araña y los monos aulladores. Los primeros, con una dieta centrada en fruta madura complementada con hojas, tienen un cerebro casi el doble de grande, para un tamaño corporal similar, que el de los monos aulladores, que se alimentan principalmente de hojas verdes. Milton plantea que la mayor capacidad cerebral de los monos araña tiene una relación directa con su dieta, porque les otorga capacidades mentales imprescindibles para hacer efectivo su régimen alimentario. Un cerebro grande les permite aprender y retener en la mejor memoria cuáles son los frutos más nutritivos, dónde crecen y cuando entran en sazón, además de desplegar una serie de estrategias de búsqueda en grupo que optimiza la recolecta, así como desarrollar las técnicas comunicativas que se requieren entre los miembros del grupo para coordinar su actividad y articular las relaciones sociales en las que se basa la distribución de los recursos. La coincidencia de un cerebro mayor para similar tamaño corporal en especies que consumen alimentos de más calidad y dispersos frente a las que comen hojas y tallos menos nutritivos y abundantes parece constante en los primates, y también se puede rastrear por el registro fósil en la familia de los Homínidos. Australopithecus todavía tenía un cerebro de peso similar al de un chimpancé, y por las características de su dentición se sabe que se alimentaba de vegetales fibrosos fundamentalmente, mientras que Homo habilis, de tamaño corporal parecido, ya tenía un cerebro bastante mayor, y unos molares que atestiguan un cambio en su alimentación hacia el consumo de recursos de mayor calidad, incluida la incorporación de carne en la dieta del género, que significó un paso destacado en la hominización. El cerebro de los Hominidos siguió creciendo a lo largo de su línea evolutiva porque en él se generan las capacidades mentales que permitieron a los sucesivos representantes del género aprovechar mejor los recursos, que van desde las mencionadas facultades memorísticas hasta la construcción y utilización de herramientas, diseño de técnicas de caza, una estructuración social crecientemente compleja y el refinamiento de las capacidades comunicativas necesario para posibilitar todo lo anterior.

Desde todos estos planteamientos, el linaje humano, con su casi acrobática postura erguida rematada por un enorme cráneo, surgió primariamente de la presión medioambiental para conseguir un abastecimiento constante y fiable de alimentos de gran valor nutritivo, y todo lo demás (que es mucho y muy importante) sobrevino secundariamente. Nuestros rasgos morfológicos y fisiológicos se han ido definiendo, por lo tanto, en torno a un determinado régimen alimentario cuyo abandono paulatino en las sociedades desarrolladas se asocia a la incidencia de numerosas enfermedades metabólicas (obesidad, ciertos tipos de diabetes…) que se verían reducidas considerablemente si retomáramos una dieta más acorde a la que modelo nuestro organismo a lo largo de la evolución. Pero esta es otra historia.

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